Retrato de Elisée Reclus

Retrato de Elisée Reclus

Elisée Reclus (1830-1905) era a la vez geógrafo y anarquista. Lo hemos redescubierto después de Mayo del 68, en un contexto académico marcado por la crítica tanto de la geografía clásica vidaliana (1) como de la «nueva geografía» considerada por algunos como excesivamente cuantitativa o marxista. Heredero de un posicionamiento cientificista y naturalista, buscó leyes explicativas a la vez que prospectivas, es decir, portadoras de un «determinismo relativo», retomando la expresión del genetista contemporáneo Albert Jacquard. Al final de su vida, Reclus se aventuró a establecer, aunque prudentemente, tres leyes; «La ‘lucha de clases’, la búsqueda del equilibrio y la búsqueda de la decisión soberana del individuo, he aquí los tres órdenes de los hechos que nos revela el estudio de la geografía social y que, en el caos de las cosas, se muestran suficientemente constantes para que podamos darles el nombre de ‘leyes (2)».

Según Reclus, así como para otros, el ser humano es inseparable de la naturaleza porque procede de ella. Pero en su famoso epigrama, «el hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma», muestra que no se trata únicamente de la naturaleza en sí misma. La toma de conciencia interviene y, por consiguiente, también el espíritu y la acción, libre y voluntariamente. Es un proceso, una evolución presente. En otras palabras, es la civilización, o, de forma más exacta, la «semicivilización dado que no beneficia a todo el mundo (3)».

En un texto escrito cuarenta años antes de dichas palabras, Reclus precisa: «Convertido en la ‘conciencia de la tierra’, el hombre digno de su cometido asume por eso mismo una parte de la responsabilidad en la armonía y en la belleza de la naturaleza que le rodea (4)». Pero Reclus va más allá de este enfoque casi místico y organicista. Insiste en los «trabajos del hombre» y de los «pueblos» que, a medida en que «se desarrollan inteligentemente y en libertad», se «han convertido, gracias a la fuerza de la asociación, en verdaderos agentes geológicos que han transformado de diversas formas la superficie de los continentes, han cambiado la economía de las aguas corrientes y han modificado los climas mismos (5)». Con esta acción de transformación, la humanidad tiene una responsabilidad dialéctica en relación con la naturaleza. Los dos principios que la guían se basan a la vez en la razón -organizarse y tratar correctamente la naturaleza- y en la estética -cuidar la naturaleza y embellecerla, para así embellecerse a sí mismo-.

Reclus quiere que la humanidad acondicione correcta y conscientemente su medio ambiente (lo que él denomina la «naturaleza que nos rodea»). La felicidad de la humanidad «sólo será tal a condición de que todos la compartan, de que sea consciente, fundada en razones, y de que incluya en sí misma las apasionantes investigaciones de la ciencia y los placeres de la belleza antigua (6)». Trae a la memoria asimismo el ejemplo de las civilizaciones del pasado, destruidas por haber maltratado su medio. Basándose en los trabajos precedentes del geógrafo estadounidense George Perkins Marsh (1801-1882), denuncia la deforestación, la tala de árboles en los Alpes, la erosión de los suelos, el avance de las dunas, o describe la fragilidad de las marismas. Y condena las destrucciones inútiles, inútiles para la naturaleza pues amenazan con desestabilizar su equilibrio e inútiles para la humanidad pues arruinan su propio medio, degradan su sensibilidad y atacan su sentido ético. Al contrario de las concepciones conservadoras y fetichistas de la naturaleza, las de Reclus se muestran dinámicas. Se articulan según dos binomios: el del medio-espacio (enfoque sincrónico de un sistema de interacciones complejas) y medio-tiempo (enfoque diacrónico, evolutivo); y el del progreso y la regresión, al estilo proudhoniano e inspirado en el filósofo napolitano Giambattista Vico. «Acondicionar los continentes, los mares y la atmósfera que nos rodea, ‘cultivar nuestro jardín’ terrestre, distribuir de nuevo y poner en orden los medios para favorecer la vida de cada una de las plantas, de cada uno de los animales o de cada uno de los hombres, concienciarse definitivamente de nuestra humanidad solidaria, fraternizar con el planeta mismo y abarcar con la mirada nuestros orígenes, nuestro presente, nuestro objetivo próximo y nuestro ideal lejano, en todo esto consiste el progreso (7)».

Así, la posición de Reclus es clara. La acción del hombre no es nefasta en sí misma, pero debe ser social y estética a la vez que moral: «Puede embellecer la Tierra, pero asimismo puede afearla; al seguir el estado de la sociedad y de las morales de cada pueblo, unas veces contribuye a degradar la naturaleza y otras a transfigurarla (8)». De este modo, Reclus no cuestiona la necesidad de hacer navegable el Loira, por ejemplo, sino el modo mediante el cual el Estado haga posible esto (9). Se pronuncia asimismo a favor de que se cave un túnel en el puerto de Montgenèvre para unir Marsella y Turín. La razón de la ciencia consciente, que combine estética y ética, está llamada a ayudar a la consecución de cualquier acondicionamiento. «Los hombres, de ahora en adelante dominadores del espacio y del tiempo, ven cómo se abre ante ellos un campo indefinido de adquisiciones y de progresos, pero, desconcertados aún por las condiciones ilógicas y contradictorias de su medio, no están en disposición de proceder científicamente en la construcción armónica de la mejora para todos. (…) En su esencia, el progreso humano consiste en hallar el conjunto de intereses y de voluntades común a todos los pueblos; se une éste a la solidaridad. Ante todo, debe dirigirse a la economía, muy distinto así de la naturaleza primitiva, que prodigaba las semillas de la vida con tan sorprendente abundancia (10)».

En otras palabras, Reclus defiende una economía racional y solidaria. Una consideración casi cartesiana respecto de los hombres «de ahora en adelante dominadores del espacio y del tiempo» que aleja los razonamientos misántropos o reductores de la ecología de su tiempo. Por lo demás, no toma ésta como referencia, creada en 1866 por el científico Ernst Haeckel (1834-1919) y en la cual ve una forma de social-darwinismo.

Cuando describe la «destrucción y la restrucción» de la superficie terrestre, con sus especies animales y vegetales, Reclus reintroduce así una dimensión directamente política: «En conjunto, los hombres han trabajado sin método en el acondicionamiento de la Tierra. […] Por lo que es el azar el que nos gobierna hoy en día. La humanidad aún no ha hecho el inventario de sus riquezas y no ha decidido cómo debe distribuir éstas para que sean repartidas de la mejor forma posible en beneficio de la belleza, de la productividad y de la higiene de los hombres. La ciencia aún no ha intervenido en la determinación a grandes rasgos de las partes de la superficie terrestre que deben servir para la conservación de la ornamentación primitiva y de las que es conveniente que reciban un uso diferenciado, ya sea para la producción de alimentos o de los otros elementos de la riqueza pública. ¿Y cómo se podría pedir a la sociedad que aplicara en consecuencia las enseñanzas de la estadística, aunque, ante el propietario aislado, ante el individuo que «tiene el derecho de usar y de abusar», se muestre débil (11)?».

Este pasaje, que remite a la cuestión de la propiedad, puede leerse como un verdadero manifiesto anarquista, en la medida en que Reclus ha perdido la ilusión en la solución electoral y desconfía del dogmatismo marxista. En otras palabras, utilizando un vocabulario contemporáneo, no separa la cuestión ideológica de la cuestión económica y social, al situar todas estas esperanzas en la ciencia consciente, basada en la racionalidad estadística, para mostrar el camino de las decisiones al progreso humano.

Esta postura no es incompatible con la pasión por la naturaleza y los paisajes. Así queda demostrado en esta anécdota en la que evoca a Elie, el hermano mayor de Elisée: «Elie, en el lecho de muerte, le recordaba el viaje de Montauban al Mediterráneo en 1849 que terminaría con su expulsión de la facultad de teología: ‘Cuando percibimos el mar desde lo alto de la montaña de Clape, estabas tan emocionado que me mordiste el hombro hasta hacerme sangre (12)».

Al introducir temáticas y metodologías modernas, la geografía de Reclus se muestra realmente innovadora para su época. Pero al referirse al corazón y a la razón, a lo poético y a lo racional, a la emoción y al compromiso, sigue estando sobradamente de actualidad.

Notas:

(1) El trabajo de Paul Vidal de la Blanche (1845-1918) y de sus colaboradores introduce, en los albores del siglo XX, la formulación de problemas dentro de una geografía tradicional que seguía siendo principalmente descriptiva.

(2) Hombre y la tierra, el ., Doncel, Madrid, 1975.

(3) Op. cit., tomo IV.

(4) «De l’action humaine sur la géographie physique. L’homme et la nature», Revue de deux mondes , año XXXIV, tomo 54, 15 de diciembre de 1864, p.762-771.

(5) Ibid.

(6) Hombre y la tierra, el. , op. cit, tomo VI.

(7) Ibíd.

(8) La Terre. Description des phénomènes de la vie du globe , Hachette, París, 1868, tome II, p.748.

(9) Hombre y la tierra, el. , op. cit., tomo VI, capítulo VII.

(10) Hombre y la tierra, el. , op. Cit, tomo VI,

(11) Ibid.

(12) Paul Reclus, Les Frères Elie et Elisée Reclus ou Du protestantisme à l’anarchisme , Les Amis d’Elisée Reclus, París, 1964, p. 192.

Profesor de Geografía de la Universidad de Lyon-II (Lumière), ha publicado recientemente Le Japon. Géographie, géopolitique et géohistoire , Sedes, París, 2007

En 1855, un proyecto de explotación agrícola y el amor a los viajes, me llevaron a la Nueva Granada. Después de una permanencia de dos años, volví sin haber realizado mis planes de colonización y de exploración geográfica; sin embargo, y a pesar del mal resultado, nunca me felicitaré lo bastante por haber recorrido ese admirable país, uno de los menos conocidos de la América del Sur, ese continente así mismo poco conocido.

Hoy el hombre pasea su nivel por los llanos y las montañas de la vieja Europa; se cree de talla suficiente para luchar con ventaja contra la naturaleza y quiere trasformarla a su imagen regulando las fuerzas impetuosas de la tierra; pero no comprende esa naturaleza que trata de domar; la vulgariza, la afea, y se pueden viajar centenares de leguas sin ver otra cosa que porciones de terrenos cortados á ángulos rectos y árboles martirizados por el fierro. Así, ¡qué gozo para el europeo cuando puede admirar una tierra joven aún y poderosamente fecundada por las ardientes caricias del sol! Yo he visto en acción al antiguo caos en los pantanos en que pulula sordamente toda una vida inferior. Al través de inmensas selvas que cubren con su sombra territorios más extensos que nuestros reinos de Europa, he penetrado hasta esas montañas que se elevan como enormes ciudadelas más allá del eterno estío, y cuyas almenas de hielo se sumergen en una atmósfera polar. Y sin embargo en naturaleza tan magnifica, en donde se ve como un resumen de los esplendores de todas las zonas, me ha impresionado ménos que la vista del pueblo que se forma en esas soledades. Ese pueblo está compuesto de grupos aún aislados, que se comunican con gran trabajo á través de pantanos, selvas y cadenas de montañas; su estado social es aún muy imperfecto; sus elementos esparcidos están en la primera efervescencia de la juventud, pero está dotado de todas las fuerzas vitales que producen el éxito, porque él ha reunido como en un haz las cualidades distintivas de las tres razas; descendiendo á la vez de los blancos de Europa, de los negros de África, de los indios de América, es más que los otros pueblos, el representante de la humanidad, que se ha reconciliado en él. Con gozo, pues, me vuelvo hacia ese pueblo naciente: espero en él en sus progresos, en su prosperidad futura, en su influencia feliz en la historia del género humano. La República granadina y las repúblicas sus hermanas son aún débiles y pobres, pero ellas formarán indudablemente entre los imperios más poderosos del mundo, y los que hablan con desprecio de la América Latina, y no ven en ella sino la presa de los invasores anglosajones, no encontrarán algún día la suficiente elocuencia para cantar su gloria. Los aduladores se volverán en tropel hacia el sol naciente; séame permitido anticipármeles celebrando los primeros resplandores del alba.

¡Cuál no sería la prosperidad de Europa si la cuestión de las nacionalidades fuera resuelta, si todos los pueblos formados para ser libres, fueran en efecto libres é independientes los unos de los otros! ¡Y bien!, esta cuestión terrible, llena de sangre y de lágrimas, que nos mantiene jadeando á todos en la agonía, esta cuestión que hace afilar tantas bayonetas, y pone en pie millones de hombres armados no existe en la América meridional. Salvo algunas tribus de indios que serán absorbidas como lo han sido ya millones de aborígenes, todas las sociedades hispanoamericanas pertenecen á la misma nacionalidad. Estas repúblicas del Sur, constantemente citadas como un ejemplo de discordias, son al contrario los Estados que más se aproximan á la calma y á la paz; porque no están divididos sino por hechos de interés local, y los caminos harán más por su reconciliación que las mortíferas guerras. Los hispanoamericanos son hermanos por la sangre, por las costumbres, por la religión y por la política. Todos, sin excepción, son republicanos, todos tienen del blanco por la inteligencia, del indio por el indomable espíritu de resistencia del africano por la pasión y por ese carácter tierno, que, más que todo ha contribuido á unir las tres razas durante largos siglos de elaboración. En América del Sur no hay Alpes ni Pirineos; hermanos habitan las pendientes de los Andes.

El continente de la América del Sur presenta una sencillez de contornos y de relieves que concuerda perfectamente con su destino; es uno como la raza que lo puebla en parte. Triángulo inmenso más grande que nuestro continente de Europa, no tiene penínsulas abruptas, ni bahías profundas; sus costas se prolongan uniformemente desde la zona tórrida hasta los helados y brumosos mares boreales. Atravesado en toda su longitud por una cadena de montañas casi recta, y semejante á la espina dorsal, está regado por los ríos más bellos de la tierra corriendo todos en la misma depresión y ramificándose con la perfecta regularidad de las arterias de un cuerpo orgánico. Evidentemente este continente ha sido formado para servir de cuna á una sola y misma nación. Esta nación que comienza cuenta ya más de veinte millones de hombres que pertenecen todos á la misma raza, en la cual se han fundido, como en un crisol todos los pueblos de la tierra. Cuando el antiguo mundo recargado de población, envíe sus hijos por millones á las soledades de la América del Sur, ¿el flujo de la emigración turbará esta unión de las razas que se ha verificado ya en las Repúblicas hispanoamericanas, ó bien la población actual de la América meridional estará suficientemente compacta para reunir en un mismo cuerpo de nación todos los varios elementos que le irán de fuera? Esta última alternativa, que nos parece la única probable, traerá consigo la reconciliación final de todos los pueblos de origen diverso, y el advenimiento de la humanidad á una era de paz y felicidad. Para un estado social nuevo, es necesario un continente virgen.

¿Y qué papel está reservado á la Nueva Granada en la historia futura del continente? Sí las naciones se asemejan siempre á la naturaleza que las alimenta, ¿qué no debemos esperar de ese país en que los océanos se aproximan, en que se encuentran todos los climas unos sobrepuestos á otros, en que crecen todos los productos, en que cinco cadenas de montañas ramificadas como un abanico forman tan maravillosa variedad de sitios? Por su Istmo de Panamá, servirá de descanso y lugar de cita a los pueblos de la Europa occidental y a los del extremo oriental: así, como lo profetizó Colón, allí vendrán a unirse las dos extremidades del anillo que rodea al globo.

No lo ocultaré: amo a la Nueva Granada con el mismo fervor que a mi patria natal, y me consideraré feliz si hago conocer de algunos a ese país admirable y lleno de porvenir. Si yo lograra hacer dirigir hacia este país una pequeña parte de la corriente de emigración que arrastra a los europeos, mi dicha sería completa. Es tiempo ya de que el equilibrio se establezca en las poblaciones del globo y que «El Dorado» deje en fin de ser una soledad.

Elisée Reclus. Enero 14 de 1861.