LA TIERRA, EL MAR Y LOS HOMBRES

I

Pequeñez ínfima de la Tierra

El hombre nace y vive en una bola casi redonda, que le parece inmensa. Luego esta bola, este globo llamado Tierra del cual nació, vuelve a tomarlo con la muerte en su «vasto seno».

La humanidad creyó, durante muchos siglos, que la Tierra era el centro, el objeto y la razón de las cosas.

Para los bárbaros, de los cuales somos descendientes y orgullosos herederos, nuestro globo llenaba el Universo: el sol era una luz sin otro objeto que guiar nuestros pasos, la luna una lámpara para alumbrarnos el camino y las estrellas clavos brillantísimos que tachonaban la bóveda celeste.

Y el hombre que consideraba tan grande a la Tierra, no la había visto aún ni a medias. Hablaba con vaguedad de una Atlántida sumergida, pero ignoraba la existencia de ambas Américas, de Australia, de Oceanía y de casi toda África. Lo mismo en nuestros días, se reduce el mundo a dos o tres archipiélagos para algunos isleños, y a unos cuantos valles para algunos salvajes que sostienen con la caza su vida miserable.

Ya no ignoramos que la Tierra es prodigiosamente pequeña. Si fuese mil doscientas cincuenta veces más grande, sólo llegaría a tener el tamaño del sol, el cual, a su vez, no es más que un grano de arena en el espacio. Arrastrando a la luna en sus flancos, describe la Tierra una elipse alrededor del sol, y éste, llevando consigo a sus planetas, corre veloz por los infinitos caminos del éter, hacia una estrella de la constelación del Centauro, la cual, a su vez, huye hacia otra.

Mil doscientas cincuenta veces más pequeña que el astro del cual recibe vida y luz, nuestra pobre bola, nuestra Tierra, tiene cincuenta y un mil millones de hectáreas.

El hombre que rige este dominio, no lo conoce, ni probablemente lo conocerá nunca por completo. Aunque consiga sorprender todos los secretos de los bosques, los pantanos y los desiertos, ¿podría llegar algún día a los dos Polos? Además, coronan los ventisqueros cimas demasiado elevadas para que encuentre en ellas el pecho humano aire respirable. El Gaurisankar eleva su cúspide a 8.840 metros, en el Himalaya, y aunque se le ha creído hasta hace poco el pico más alto del globo, parece que dos de sus hermanos y vecinos le vencen en altura.

Pero dejando a parte los helados vacíos de los Polos y las cumbres que tienen dos leguas de altura, pronto sabremos cómo está hecho todo nuestro planeta: no quedarán tierras que no estén labradas, y se abrirán surcos por todos lados, allí donde pueda surgir una espiga. Dentro de pocas generaciones, después del año 2000, se aterrarán los hombres al ver continentes cansados, islas gastadas, ríos secos, bosques talados, el mundo lleno y el hambre en acecho. El planeta estará envejecido y moribundo, lleno de heridas. Con manos criminales damos golpes a nuestra madre: el hacha del leñador no sólo derriba los árboles, arruina y derrumba la montaña, y cada cima que cae quita una gota a los manantiales.

Tal vez viajando sobre este grano de arena que nos arrastra por el espacio, se nos olvide algún día aumentar la raza humana. Ya en Francia se aborrece la fecundidad, con aplauso de algunos doctores, que alaban esta prudencia. La población de los Estados Unidos se duplicaba antes cada treinta años, y ya le pesa este aumento. En la otra ribera del Atlántico hacen voto de esterilidad los nietos de aquellos puritanos que se prometían una descendencia más numerosa que las arenas del mar. Menos homicida que esa juventud empeñada en no revivir, fue la monstruosa peste negra, que desde 1336 a 1349 acabó, según cuentan, con 50 millones de hombre.

Cuando todo lo hayamos talado, cuando nada quede por roturar, quemar, segar y canalizar en la tierra, no habremos tomado posesión más que de la cuarta parte próximamente del planeta, cuyos dos tercios, y algo más, ocupa el agua. Siguiendo el hilo de la fuente más humilde, desde el arroyo al afluente, y del afluente al río caudaloso, acabaremos siempre por llegar al mar, que, como dice el poeta noruego «viaja eternamente hacia su propio encuentro», y sin cansarse nunca, siempre está demoliendo para volver a construir.

La Tierra firme, con sus aguas corrientes o estancadas, ocupa 136 millones de kilómetros cuadrados, y el conjunto de los mares abarca 374 millones. [Exactamente la tierra ocupa 136.055.371 kilómetros, de los cuales una vigésima cuarta parte son islas. El mar ocupa exactamente 374.057.912. Nota del autor].

No se crea que la población del mundo está repartida con regularidad por toda su extensión. Regiones hay que desafiarán siempre la impaciencia y la avaricia de los hombres. Algunas duermen sobre los hielos; otras, no menos extensas, son hornos que enciende el sol todos los días.

II

El mar y las lluvias.- El Sol y los climas

No es el divino sol el único culpable de que haya en la tierra zonas ardientes, que nunca podrán ser fecundadas. Su compañera indispensable es la lluvia: con ella crea, y sin ella devora.
Cuando más resplandece sobre una tierra, más la quema y penetra en ella. Cuanto más la acaricia la lluvia, más opulenta y fértil la hace.
Del Pacífico y del Atlántico, del Océano Índico y del Austral, de todos los mares grandes y pequeños, se elevan vapores que se convierten en nubes y van empujados por el viento hacia las costas.
La nube es la lluvia que marcha.
Todo país en el cual los cielos se cubren de nubes con frecuencia, es pródigo en frondosas arboledas, en ricos pastos: pero ¡ay de las comarcas donde sopla con poca frecuencia el aire húmedo! Esto ocurre en Aragón, en la meseta de León y Castilla, en la Mancha y en Extremadura, en las estepas del Atlas, en el Sahara, en África Austral, en Arabia, en el Irán, en la Alta Asia, en las mesetas de las Montañas Rocosas, en el Desierto de Atacama, en la pampa del Tamarugal, en la mitad de la República Argentina y en las tres cuartas partes de Australia; en todas las mesetas apartadas del mar, en los valles perdidos que no puede encontrar el viento lluvioso.
Por alta que suba una montaña, no se opondrá al paso del sol; pero por muy baja que sea, puede impedir el paso a la lluvia. Bien lo sabe el viajero que haya pasado desde Tras-os-Montes a Entre-Douro y Minho.
En Tras-os-Montes, prolongación occidental de las altas llanuras de Valladolid y Zamora, habrá visto tierras secas, ribazos pelados, horizontes sombríos, cañadas de agua, arroyos miserables, y después de haber sufrido todo el día el calor y el polvo, se habrá helado de frío por la noche. En cuanto traspone el viajero unos montes humildes, sobre todo después de pasar la Serra do Marao (1.422metros), baja hacia Amarante, país de admirable frescura, esplendor y belleza, abundante en ríos y poseedor, según dicen, de 20.000 manantiales cristalinos.
No menos dignos de atención son los contrastes entre Oviedo, Guijón o Santander, y las llanuras de León; entre San Sebastián y el interior de Castilla; entre el verdor bearnés y las sedientas piedras de Aragón. En la Gran Bretaña llueve cinco, seis y hasta diez veces menos en la vertiente oriental que en la occidental, y en Noruega, el litoral visitado por los vientos, recoge cinco, seis y ocho veces más agua que la meseta alta, tierra fría rodeada de montañas. Pocas comarcas hay, aun siendo pequeñas, que no cuenten con algo como las Serra do Marao. A veces son simples colinas las encargadas de distribuir los nublados con funesta parcialidad, prodigándolos a los valles marinos y negándolos a las llanuras interiores.
Allí, donde no llueve, el sol hace de la tierra una región estéril incapaz de siembra y de cultivo; pero en el país lluvioso, da vida a prados y arboledas. De la fuerza de sus rayos, de la duración de su luz, dependen de las diversas formas de las plantas.
En el extremo Norte no pueden sus rayos oblicuos ablandar los hielos amontonados en centenares de leguas alrededor del Polo. A pesar de lo largo de los días, no templan bastante el aire ni el agua. Por eso no brotan más que musgos y líquenes, plantas rudimentarias, árboles enanos en esta zona glacial, llamada ártica al Norte y antártica al Sur.
Pero al avanzar hacia el Mediodía, la Naturaleza se va haciendo fecunda a medida que pierden oblicuidad los rayos del sol, y hay menos desigualdad entre los días y la noche.
Desde la zona glacial se pasa a la zona fría, donde se yerguen abedules y pinos, abetos y alerces, apiñados en bosques imponentes. No hay allí, como en los Trópicos y el Ecuador, una orgía de formas, un lujo inauditos de lianas, una mezcolanza trágica de troncos y ramas, un combate mortal entre los árboles y las especies, un impulso frenético hacia el aire y la luz. No: el árbol, que ningún enemigo ataca, y al cual ningún dogal ahoga, conserva en la zona fría su perfil y su independencia. En los bosques del Norte, el claro-oscuro de las alamedas abre horizontes a la mirada, mientras que en las selvas sudamericanas aprisiona al caminante en el dédalo de sus locas vegetaciones.
Con troncos como columnas, frondosas bóvedas, escasa claridad y vasto silencio, las arboledas de los climas fríos y templados tienen algo de la arquitectura y recogimiento de los grandes templos. Más monumentales son que las selvas de los Trópicos, en las que todo orden desaparece debajo del exceso de tapices y colgaduras. El otoño las desnuda, después de haberlas adornado con vivos colores, y enrojeciendo y dorando sus hojas, las arranca de la rama y las entrega al viento. Luego viene el invierno, que no priva de sus agujas a los árboles resinosos, y en el bosque rígido, los pinos y los abetos doblan las ramas sombrías y negras bajo el peso de la nieve.
Al salir de las escarchar sin fin y de los árboles aprisionados por la noche y el hielo, entramos en un zona donde el sol luce ya sobre troncos pujantes y selvas gloriosas; donde madura el trigo y verdean los prados. De la zona templada-fría, donde no crece la viña, se pasa a la templada-caliente, cuya gloria es el vino, y cuya vergüenza y miseria es la filoxera. Allí crecen la encina, el tilo, el fresno, el hay, el olmo, el castaño y el álamo junto a los pinos y abetos del Norte.
Con los olivos, a los que siguen los naranjos y las palmeras, entramos en la zona cálida: Cádiz, en España; Nápoles, en Italia; Cannes y Menton, en Francia; Argel, en África. Libre de los fríos del Norte, de la niebla de los países templados, de los tifones y tornados de los Trópicos, es en la tierra más hermosa y feliz de nuestro globo, verdadero vergel de placeres, sobre todo a orillas de ese Mediterráneo donde se encuentran Europa, Asia y África. Dejando a un lado recuerdo antiguos y preciosos, muchos hombres se sienten más conmovidos a orillas de ese mar admirable que ante la opulencia de los bosques más exuberantes del Trópico.
La zona tropical acompaña al Ecuador en la redondez de la Tierra. Se despliega entre el Trópico de Cáncer al Norte, y el de Capricornio al Sur. Obtiene de su poderío de la profusión de lluvia traída por los vientos regulares y del calor solar, cuyos rayos, cada vez más rectos, según nos acercamos al Ecuador, caen directamente sobre el suelo. Este maridaje del calor y la humedad produce un maravilloso exceso de vida en bosques prodigiosos, donde cada árbol tiene sus lianas, sus bejucos, sus parásitos, sus aves abigarradas, sus monos burlones. Allí viven los animales más elegantes y más fuertes de la tierra, se arrastran las serpientes más venenosas, y zumban, vuelan, saltan, pican o cortan insectos innumerables, enemigos invencibles del hombre.
Nuestra raza tiene que pagar con su salud los esplendores de ese clima blando, enervador, que convierte a los hombres negros y rojos en una turba sin energía, y envejece aprisa a los blancos.

III

Poder de la Altitud.

La altitud crea los climas generales: el glacial, el frío, el templado, el cálido y el ecuatorial. Dentro de estas grandes zonas, la elevación del terreno crea a su vez infinitos climas locales.
Al elevarnos por encima del nivel del mar, notamos más frescura en el aire, y cuando se sube mucho más, se nota fría la atmósfera, y luego glacial, según la exposición al sol o a la sombra, la naturaleza de las rocas y las mil y mil circunstancias locales. 160 a 250 metros de elevación, determinan un grado de descenso en la temperatura media anual de un lugar. Al mismo tiempo, el clima de los lugares superiores es mucho más variable que el de los inferiores; más brusco y caprichoso, más extremado en frío y calor, más distinto según las horas del día y las estaciones del año.
Subir cien metros equivale a caminar 125 kilómetros en dirección al Polo. En la granja peruana de Antisana el término medio de temperatura anual equivale al de San Petersburgo, y eso que la ciudad de los palacios helados mira al cielo del grado 60 boreal y la granja de los Andes contempla la cúpula de un cielo ecuatorial. Pero San Petersburgo está al nivel del mar y la casa del Perú se halla a 4.000 metros por encima de él.
Montes innumerables muestran sobre sus cumbres nieves perpetuas, mientras en los valles, que están tan próximos a éstos picos, que águilas, buitres y cóndores pueden bajar a ellos en pocos aletazos, los tibios soplos, los cálidos rayos del sol hacen del año una primavera semejante al estío.
En la parte Norte de la Tierra, donde el hielo llega a orillas del mar, es poco visible la influencia de la altura, pero al aproximarse a la zona templada, el hombre más obtuso nota esta influencia con asombro.
En Francia se sube en pocas horas desde los olivos del Bajo Languedoc hasta las mesetas benévolas, donde apenas puede crecer el centeno. En medio día se llega desde el valle de Prades, tibia estufa, a la cumbre casi inmutable invernal del Canigó.
En el Ecuador, diez metros de ascensión equivalen a doce kilómetros de marcha hacia el Norte. En la base de los gigantescos montes ecuatoriales o tropicales, cubiertos de nieve, brilla el sol sobre bosques maravillosos, sobre campos de fecundidad inaudita (cuando los riegan), sobre aldeas donde se puede vivir sin ropa, sobre ciudades donde el hombre vestido suspira por el fresco y la desnudez.
La frescura en el Trópico la encuentra el hombre a quinientos metros de altura y más todavía a mil, a la sombra de árboles, muchos de los cuales no parecen del país, pues son distintos de los de la llanura.
A dos mil metros respira a pleno pulmón en bosquecillos donde se aclimatan las mismas planteas de Europa; a los tres mil, vive a su gusto en valles deliciosamente templados; a los cuatro mil tiene frío. A los cinco o seis mil no podría vivir, y si le fuese posible llegar a siete u ocho mil perecería entre los horrores del Polo, mientras abajo, sus semejantes vivirían en la angustia de un calor excesivo. Siete u ocho kilómetros de altura bastan para colocar en plena zona tórrida una temperatura mortal semejante a la del Polo, y eso que para llegar hasta éste, en línea recta, habría que recorrer la cuarta parte del globo, diez mil kilómetros hacia el Norte o hacia el Sur.
Con ese poder que tienen las alturas para escalonar los climas y superponer las plantas, desde las más sensibles al frío hasta las más insensibles, gana mucho el globo en variedad. Cada montaña alta del Ecuador o del Trópico, cada montaña regular de las zonas templadas, viene a ser una tierra en pequeño, con todos o casi todos los climas y los cultivos.

IV

Provincias geográficas

El régimen de los vientos y las lluvias, la proximidad o el alejamiento de los mares, la distancia desde el Polo o desde el Ecuador, la colocación de los montes y la naturaleza de las rocas o subsuelo, determinan las provincias geográficas.
La calidad del suelo y subsuelo influyen casi tanto como la altitud, la latitud y la lluvia, en el aspecto y condiciones de las comarcas. Un país permeable y seco, se diferencia mucho de otro impermeable y húmedo, lleno de fuentes y estanques, de arroyuelos sinuosos, de bosques inundados y praderas frescas. Hay comarcas de arenas, otras de roca, otras de arcilla pegajosa, que se lleva uno en las suelas del calzado. Una comarca granítica nunca se parece a otra caliza o gredosa, y no crea las mismas plantas, ni produce los mismos hombres. En el largo transcurso de los siglos, una región puede transformar la raza que se ha establecido en ella sin ser oriunda de su suelo. Nadie opinará que el hijo de la “tierra de granito, cubierta de encinas”, lavada por lluvias sutiles y roída poco a poco por olas verdes bajo cielos plomizos, el hombre de Roscoff o de Douarnernez se asemeja al viñador de las colinas gasconas, al pescador de la costa italiana, al sahariano desecado por el sol, al portugués convertido en brasileño entre Pará y Santos, al indio cuya choza está próxima al rey de los ríos.
De estos diversos habitantes del mundo, han hecho el suelo y el cielo una familia extraordinariamente variada. Que no siente ni comprende su unidad más que por la común posesión del lenguaje articulado, y tal vez de lo que se puede llamar la facultad del ideal.
Prescindiendo de la fusión de las sangres, el tiempo es el único que puede atenuar (nunca borrar) tan prodigiosas diferencias. Si el “medio” transforma, necesita para ello el concurso de las edades. Y aun así no sabemos (porque es muy breve nuestra experiencia), si esta alianza del medio y del tiempo es capaz de hacer de un francés un lapón o un africano islandés. Somos ignorantes y efímeros, pequeños y pobres. Contamos por decenas nuestros años y por siglos la edad de nuestros pueblos, mientras que los miles y miles de años no son más que un instante para la Tierra, que también perecerá a su vez, con su satélite, sus compañeros planetarios, y su sol.
La tierra y el mar dan la vida a quinientas mil especies de plantas y trescientas mil especies de animales. No es necesario reproducir la lista de los cuadrúpedos, aves, insectos, árboles y flores de un país. Las mismas plantas no pueden crecer en las tierras islandesas y en el Sahara, esa “inmensidad amarilla donde surgen como motas blancas Tuggurt y Biskara”.
Las comarcas del Norte o las septentrionalizadas por la altura, tienen la vegetación del Norte; la zona templada, tiene las plantas que permite el clima templado, y la zona tropical, las del Trópico, excepto en sus altas montañas, donde se escalonan hierbas y árboles de la zona templada, la fría y la polar, porque entre los Trópicos cada monte alto en un resumen del mundo.
Ahora que cada región acostumbra a cuidar todas las plantas que toleran su clima, lo mismo las propias que las extrañas, se realiza la predicción de Virgilio: “Por doquiera la tierra producirá de todo” (en los límites de lo posible) Omnis feret omnia tellus. De los tiempos de Cristóbal Colón hemos enviado de ciento cincuenta a doscientas plantas a América, y América nos ha enviado a su vez más de sesenta. Casi todos nuestros árboles frutales y nuestros cereales proceden del Asia.
Al mismo tiempo que dispersan por el mundo las maderas preciosas, los sabrosos frutos, los jugos tónicos y las savias saludables, se propagan también venenos y plagas.
No es solamente en el golfo de Méjico y en las Antillas donde la fiebre amarilla espanta a la raza de hombres pálidos, sino que asuela también el Brasil, pasa casi todos los años por Río Janeiro como el ángel exterminador y vuela hasta el Plata, país antes muy sano, donde más de una vez ha hecho rezar la oración a los agonizantes y millares de familias. Ha llegado hasta Lisboa, apareció una vez en las costas de España y se presentará seguramente en Francia.
El cólera, hijo de Bengala, suele también visitarnos con frecuencia. ¿Quién nos librará de ese extranjero lívido, cuando la red de vías rápidas junte todas sus mallas desde el Sena hasta el Ganges? Todo carril colocado al extremo de otro carril, camino de Oriente, nos aproxima a la madriguera tibia y cenagosa donde nació, nace y renacerá sin cesar, el más terrible y omnipotente de cuantos conquistadores vomitó Asia.

V

Número de los hombres.- “Civilización” y colonización.
Injusticia de los fuertes.- Aclimatación.

Calcúlese aproximadamente el número de hombres en 1.450 millones. Tal vez hay que añadir a esta cifra 300 millones más. ¿Cómo nuestra raza ruin, débil y mal armada, pudo conquistar la Tierra contra animales de poderosas garras, agudos dientes y fuerza hercúlea? ¿Cómo venció a los felinos, más robustos que el hombre, más hermosos, mejor abrigados y más ágiles? No conocemos esa historia secular; lo único que sabemos es que el hombre era más inteligente que las bestias de presa.
¿Y cómo no se han destruido después los hombres mismos, con tanta guerra, matando por matar? … ¡Cuántas veces el hombre ha cubierto de muertos los campos de batalla! ¡Y cuántas los volverá a cubrir! Pero en fin … a pesar de las flechas, chuzos y lanzas, a pesar de las balas y las bomba, a pesar de la peste, de la fiebre, a pesar de todo y a pesar del mismo hombre, cada día se muestra este más erguido y poderoso, y pronto cubrirá el mundo.
Si esto no es aplicable a toda la humanidad, lo es, por lo menos, a algunas de sus familias, sobre todo a los blancos de Europa que han escrito en su bandera: “Coge, mata y come”.
Los europeos, y sus descendientes los americanos, empujan a los pueblos pequeños y débiles a la matanza o al hospital. Cada día se borra una tribu, una lengua, un mito, una idea.
Así colonizamos, así “civilizamos”.
Pero si desaparecen la idea, el mito y el idioma de un pueblo, el pueblo no sucumbe más que en apariencia. Ninguna raza muere por completo: pocas veces desaparece enteramente una tribu, por pequeña que sea. Substituyen a sus nombres, nombres extranjeros; sus altares son derribados y olvidadas sus leyes; bórrase su idioma, pero el alma de la tribu sobrevive con la sangre de las familias más vigorosas. Por poco que el soldado, el aventurero, el cazador, el hombre de ley o la miseria hayan dejado sin derribar a algunos vencidos, penetran éstos a su vez en la raza enemiga y vencedora, a veces por uniones legales, generalmente por uniones al azar. Así nacen los mestizos que, más arriesgados en el suelo natal, crecen con mayor fuerza que los hijos de los conquistadores, y a la larga, la nación que se quiso extirpar vuelve a agarrarse a la tierra materna con inextirpables raíces.
Aun entre los anglo-sajones, que son los exterminadores que menos se enlazan con los salvajes a quienes persiguen, no hay una sola tribu que haya perecido en realidad. Reviven los indios en una porción de familias blancas de los Estados Unidos, y el día en que se diga El último piel-roja ha muerto, la vida de las Seis Naciones y de otros cien pueblos, muertos al parecer, será más floreciente que nunca en millares de casas norteamericanas, muy orgullosas de su origen inglés. Hasta los tasmanienses, salvajes escrupulosamente degollados hasta el último, han dejado algunos mestizos dispersos en Australia.
Por esto, el seno de familias que se creen de raza pura, en América, en África, en Asia, en Oceanía y hasta en Europa, surge de pronto un niño se rostro singular, hijo de alguna nación que se cree exterminada, pero que, en vez de haber muerto, no ha hecho más que dormir. Sólo con ese niño, protesta contra injusticias seculares. La nación superior había olvidado la hospitalidad mal pagada, los juramentos violados, los bosques ardiendo, los hombres acuchillados, las mujeres despanzurradas, los pequeñuelos estrellados contra las paredes; la historia se callaba, pero, como dice la Escritura: “si éstos se callan, hasta las piedras gritarán”.
Esta duración eterna, aunque sombría, de los pueblos, endulza algo la amargura de la historia del mundo. Además suele verse con frecuencia que en los países conquistados y despojados, el saqueador padece más que las víctimas, y este mismo padecimiento viene a constituir para él cierto derecho. Cuando los colonos han llenado con cadáveres de compañeros los cementerios de la tierra conquistada, tienen razón para llamarla su patria.
La aclimatación es cosa difícil por poco que la comarca, de donde salieron los colonizadores, disfrute de un clima menos caliente, menos pesado, que el país que van a fecundar. Dominará la tierra extraña, lenta y dolorosamente, ocultando debajo de la hierba varias generaciones de hombres muertos antes de haber disfrutado todos los frutos de la vida. De todas partes brotan para ellos ponzoñas invisibles: del suelo que pisaron los indígenas atacados, del aire que respiraban, del agua que bebían, de la montaña que ocultaba sus cabañas o sus cavernas.
El inglés vive mal en Sierra Leona y en la India; el francés padece mucho en el Senegal, Gabon, Cochinchina y Guyana; el holandés se queja de Batavia; el negro, el anamita, el indio, el javanés, cuando vienen a vivir a Europa (uno por cada mil de los que desde Europa van a las tierras de ellos), pronto pierden la vida. Lo mismo acontece con los animales. El más alegre de todos, el mono ecuatorial, deja de saltar por las jarcias cuando el buque que le conduce ha pasado el Trópico. Después se muestra inquieto, resignado o rabioso, padece reuma o tisis, y sufre, además, una enfermedad mortal, la nostalgia de los frondosos bosques.
Hay naciones que resisten mejor que otras los diversos climas; fuerza innata que deben a su origen mixto o a la larga permanencia de sus antepasados en un clima intermedio entre el tórrido y el templado. Estos pueblos cosmopolitas que se encuentran muy bien en todas partes, son: los españoles, los portugueses, los árabes y los judíos. Pero a todos estos les ganan los chinos, que invaden poco a poco Asia, el archipiélago malayo, las islas del mar del Sur, y si los dejaran, llenarían en pocos años ambas Américas.

VI

Razas y religiones

La ciencia a distribuido a los hombres en grupos. Cada sabio ha inventado una división. Generalmente, se distingue a la raza blanca con dos tipos distintos: el moreno y el rubio, aunque muy mezclados. A los blancos, que se llaman arios, suele juntarse la raza árabe o semítica, cuando no se la considera una “humanidad” aparte y se habla de raza blanca en general. Luego vienen los amarrillos o mongoles que, gracias al enorme contingente de los chinos, constituyen las dos quintas partes de los hombres; después los polinesios, los papúas, los negros y los negroides, y, por último, los indios o pieles rojas.
Esta división, como todas las que se han hecho de la gente humana, tropieza con dificultades insuperables. El origen de las razas y sus lazos de parentesco, son un laberinto en el cual se extravía la ignorancia de los hombres y del que probablemente nuca se saldrá. ¿Qué guía puede encontrarse en este dédalo, cuando toda la historia se calla, y no hay más que el oscuro lenguaje de algunos retazos de leyendas y de algunos huesos medio pulverizados?
Están hoy tan revueltas las razas que no se puede desembrollar la maraña de los parentescos humanos. ¿Es que hay hombres de raza pura, aunque algunos en su orgullo lo proclamen a gritos? Oímos lenguas y no sabemos si los que las hablan son hijos legítimos de su pueblo, o bastardos: si son vencidos y asimilados de una raza extranjera.
La palabra raza, tal como ha pasado al lenguaje corriente, nada tiene de absoluta: sirve para designar una de las tribus de la humanidad, como en la expresión raza blanca, raza negra o raza cobriza, y del mismo modo designamos una familia menor, al decir raza española, francesa o inglesa. La raza llamada blanca esta mezclada, hasta en los individuos más puros, con elementos procedentes de la amarilla, la roja y la negra. Las razas española, francesa, etc., que proceden de orígenes heterogéneos, siguen transformándose, cada vez más, con innumerables tributos extranjeros.
La raza blanca, en general, o aria, que habla lenguas del mismo origen, glorificadas por literaturas magníficas, cubre toda Europa, y se extiende rápidamente por el Norte de Asia, por el África Septentrional y del Sur, ambas Américas, Australia, Nueva Zelanda e islas del Mar del Sur. En una palabra: domina el mundo. Todos los pueblos admiran su genio inventivo, todos temen el alcance de sus armas, todos envidian su fortuna, todos mendigan algo de su oro. Propaga por todas parte la “civilización” y al mismo tiempo las máximas de un comercio desvergonzado, el amor al dinero, el desprecio al débil y al pobre, la sed de lujo, el veneno de la embriaguez. Lleva la guerra y la paz en los pliegues de su manto, y su paz es más mortal que la guerra. Esos colonizadores de la tierra, explotadores del mundo, profesores del bien y del mal, apósteles y devoradores, son unos 450 millones, a lo más, incluyendo a los semitas, sin contar con que millones de blancos (sobre todo en América), no lo son más que de nombre, pues tienen más abuelos rojos y negros, que antepasados arios.
Los semitas, menos numerosos, menos fecundos que los arios, habitan la Arabia, parte del Asia anterior, el Nilo de Egipto y de Nubia y el Norte de África. Cada día se extiende más su poderío, aunque no su sangre, por el África interior. Por la lengua árabe, que es la del Korán, libro sagrado del islamismo, por el proselitismo musulmán, por la caza de esclavos, por las matanzas y ruinas, han ganado mucho sobre las razas negras y negroides del continente sombrío; pero en uno de los territorios más hermosos, el África del Tell, parece que retroceden ante los europeos, que poco a poco les quitarán todo ese Mediterráneo que, por tanto tiempo, fue mar árabe y luego mar turco.
Los judíos, hermanos de los árabes, continúan siendo la tribu menos mezclada de la tierra, a pesar de la hermosura de sus mujeres, porque se casan siempre sin salir de la raza. Esta rama de la supuesta familia semítica no retrocede ante nadie; en todas partes acrecienta su influencia y su audacia; en todas partes amontona en sus arcas tales riquezas, que junto a ellas serían una pobreza las de Creso. Se los calcula solamente en unos siete millones, pero son tan poderosos merced a su oro, como el resto de los hombres. De estos siete millones, muchos no tienen de judíos más que la religión, el espíritu de lucro y los defectos, las cualidades y las costumbres israelitas. Su origen es otro, pero también hay que contar con que muchos cristianos son oriundos de sangre hebrea.
En el Asia Oriental bulle la raza amarilla o mongólica: más de 550 millones de hombres. Disputa la raza amarilla el imperio a la blanca, no por un genio superior, sino por el número, la sabiduría práctica, la paciencia incansable y la moderación en el deseo. El amarillo resiste mejor los clima tropicales, trabaja más barato y no aprecia tanto el tiempo y la labor. Los chinos, pueblo inmenso del cual son satélites los demás mongoles, forman casi la tercera parte de la raza humana.
Los demás, negros y negoides, malayos, polinesios, papúas y pieles rojas (unos 400 millones de hombres), reconocen, de grado o por fuerza, el terrible ascendiente del blanco.
Los negros y negroides habitan el África y también América, pero en ésta sólo viven desde hace tres o cuatro siglos, o sea desde que los transportaban a millones como esclavos, encadenados en las bodegas de los barcos, con la amenaza para los rebeldes, los enfermos y los muertos, de ir a parar al fondo del océano. A veces corría igual suerte todo el cargamento cuando había que aligerar el navío.
No tienen la fuerza de combinación del blanco, ni la cautela tranquila y laboriosa del chino; pero les dan larga existencia la alegría, la satisfacción de vivir, la bondad, la exuberancia, la fecundidad, la resistencia al sol y su salud inalterable en tierras pantanosas. Cuando el pasado no pudo destruirla, nada le queda ya que temer a esta raza, que es en la que más se ha cebado la matanza. El país más hermosos de cuanto ve el sol, o sea el Brasil, no pertenece a la raza portuguesa más que de nombre; en realidad está lleno de negros y mulatos.
Los indios o pieles rojas de América van desapareciendo ante los blancos. Vertiese, y se vierte todavía, su sangre en la arteria de las naciones hispano-americanas, como la negra en la de los brasileños. Los malayos, sometidos a los europeos, sufren la invasión china; los papúas o melanesios disminuyen; los polinesios o canacos, después de haberse reducido tanto, que se los creía perdidos, recuperan su existencia y se mezclan poco a poco con los blancos. En esta raza son hermosos hombres y mujeres, y tal vez su cruzamiento con los europeos de origen a poblaciones insulares muy interesantes.
Hablemos de las religiones.
Nacen los hombres en el seno de sociedades cuyo idioma aprenden sin darse cuenta, y cuya religión siguen sin haberla estudiado. Mahometano hay, sectario ferviente de Dios único, que mejor habría adorado las divinidades del Panteón de la India. Hay hombre en el Indostán que se deja aplastar por el carro del ídolo, habiendo nacido más bien para doblar la cerviz ante Ála, cuyo profeta es Mahoma. Una gran parte de los católicos tienen el alma de un fetichista.
Cuatrocientos millones de cristianos, siete de judíos, 175 de musulmanes, 650 de budistas o brhamanistas y 220 de idólatras o paganos: esta es, poco más o menos, la distribución de las religiones entre los habitantes de la tierra.

VII

Continentes y partes del mundo

Cristianos o no cristianos, arios o no arios, rubios, negros o rojos, los 1.450 millones de hombres no habitan un mismo bloque de tierra. Viven sobre dos zócalos grandes, en otro que es menor y en una infinidad de islas.
El zócalo mayor es el antiguo continente, formado por las tres partes del mundo que se reúnen en torno al Mediterráneo. La masa compacta se llama Asia, y se supone que es la cuna del hombre. Con ella se unen por la parte occidental, Europa “la blanca” al Norte y al Sur África, “la negra”. 1.300 millones de hombres se extienden por más de 8.000 millones de hectáreas.

Hectáreas Habitantes
Asia (sin las islas de la Sonda) 4.288.209.000 771.133.000
África 2.982.325.000 210.000.000
Europa 983.500.000 330.000.000
8.254.034.000 1.311.133.000

El segundo zócalo grande es América, a la cual llamamos Nuevo Mundo, no porque haya surgido recientemente del abismo de las aguas y haya acrecentado a nuestra vista en un tercio el dominio de los dueños de la tierra, sino porque después de un primer descubrimiento, desconocido por los pueblos de Europa (excepto los escandinavos, que ya lo habían olvidado), nos fue revelada en 1492 por el genovés Cristóbal Colón, que mandaba tres carabelas españolas. Forman este zócalo dos subcontinentes: América del Norte y Amércia del Sur, unidas por un país de istmos, de los cuales el más célebre es Panamá.

Hectáreas Habitantes
América del Norte 2.072.084.600 95.000.000
América del Sur 1.775.229.200 30.000.000
3.847.313.800 125.000.000

El zócalo menor es la árida Australia, cuyas tres cuartas partes están ocupadas por arenas, rocas y guijarros. Sin agua y con malezas espinosas por toda vegetación, en desiertos que siempre lo serán, este continente pobre, monótono por su naturaleza y por sus hombres que todos hablan inglés, no alcanza la extensión de Europa.

Hectáreas Habitantes
Australia 769.572.600 2.500.000

Reuniendo al continente de Australia una infinidad de islas dispersasen el más vasto de los mares, se añade a Europa, Asia, África y América, una quinta parte del mundo, llamada Oceanía. Incluyendo en ella el archipiélago de la Sonda, tiene unos 34 millones de hombres en 1.065.161.000 hectáreas. La mayor de sus islas (que es también la mayor del mundo entero), está muy cerca del menor de los continentes (Australia). Es Nueva Guinea, con 80.795.600 hectáreas. Luego viene, por orden de proporción en el mismo mar, Borneo (73.635.000 hectáreas), y junto al África Austral, la isla de Madagascar (59.196.400 hectáreas).

VIII

Océanos.- Mares y tierras polares

Para los habitantes blancos, amarillos o negros del antiguo continente, sale el sol por encima del más grande de los mares, el Pacífico o Gran Océano, y se pone por encima de un océano menor, aunque también inmenso, el Atlántico. Este separa a Europa y África de la América Oriental: aquél se extiende entre Asia-Oceanía y la América Occidental. En él existe un abismo de 8.513 metros, el más hondo de cuantos se han medido hasta ahora. No indica esta abismo el centro del Pacífico, pues se abre muy cerca del continente asiático, al Esta de los Kuriles, que son una hilera de volcanes entre el Japón y el Kamchatka. Si se le echara dentro el Gaurisankar, que es el monte más alto de la tierra, no desaparecería en él del todo, pues la cumbre quedaría en forma de isla escarpada, sobresaliendo del mar 337 metros. De esto resulta que las alturas de la tierra son mayores que los abismos del mar. Es posible que el Gaurisankar tenga detrás de él cumbres aún más altas, pero también el Océano debe tener abismo más hondos que el abismo de Tuscarora, llamado así por el nombre del buque que lo sondeó. Las montañas se distinguen y miden fácilmente, mientras que el fondo del mar hay que adivinarlo y contar con el ocaso, para que descubra su depresión más profunda.
El abismo de Tuscarora viene a ser el doble que la profundidad media del mar, la cual se calcula en 4.000 metros. Si se precipitara toda la tierra en el Océano, no elevaría su nivel más que en 150 metros.
En la achatada parte Norte de los dos grandes continentes, en el Sur puntiagudo de América y en el menos afilado de África, mares fríos guardan el Polo ártico y el antártico contra las empresas de los hombres. El segundo es menos accesible que el primero y se han acercado menos a él los marinos. En el Norte han pasado el grado 84 de latitud, a costa de infinitas vidas de estos violadores del silencio eterno. Todo calla en los campos polares, menos el oso blanco cuando camina sigiloso entre brumas, bajo una lluvia de nieve o a la luz de un pálido sol, y la foca cuando se sumerge para librarse del oso y sube después a respirar por un agujero del banco de hielo.
El hielo también, cuya infinita llanura debe extenderse hasta el Polo, está mudo casi todo el año, mientras dura la noche polar. Pero cuando empieza a iniciarse el día único del año, vibra, se hiende y estalla, se dispersa en témpanos, y antes de que torne a empezar la noche, vuelven a convertirse en bancos dy hielo el mar ártico y el antártico, y cae sobre ellos la nieve eterna.
Así renace de sí mismo el hielo inmortal alrededor de los Polos, agarrado a algunas tierras miserables:
A la isla de Juan Mayen, sola en su blanco desierto.
Al Spitzberg y Nueva Zembla, no lejos de Europa.
A la nueva Siberia.
A la tierra desoladísima de Francisco José.
Al archipiélago de la Jeannette, entrevista por el capitán De Long y sus compañeros, destinados a la muerte#.
Al dédalo de islas perdidas entre el estrecho de Behring y el mar groenlandés, a lo largo de la costa del Dominio del Canadá.
A Groenlandia, tan grande en extensión como escasa en población, y cuyos 15 o 20.000 habitantes viven de la caza de focas y de la pesca.
Se supone que estas tierras polares, casi absolutamente desconocidas (sobre todo en el hemisferio austral), tienen una extensión de 437 millones de hectáreas.
Las aguas cálidas de los Océanos tropicales llaman sin cesar al agua fría de los Océanos helados. De ahí nacen las corrientes de los mares y de los aires, que son manantiales de vida.

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